La palabra Ñamérica
Todos o casi todos inventamos palabras; todos o casi todos las olvidamos sin nostalgia. Solo algún necio cada tanto se enamora de alguna. A mí me sucedió y lo estoy pagando: hace tres o cuatro años se me ocurrió la palabra Ñamérica y supe que intentaría guardarla; no fue fácil.
La palabra cigüeña
Miro cigüeñas por España. Las miro, quiero decir, a través de España, no en defensa o reivindicación de España, que no es lo mío, no porque sea España, que al fin es mi casa, sino porque España es una patria y las patrias siempre traen problemas y los enfrentan atacando, acusando, rechazando a cualquiera que no parezca ser de allí. Por eso, una vez más, miro cigüeñas, me gustan las cigüeñas. Por España, porque ahora están en España. Por ahora. Las miro porque por ahora.
Fue la Argentina
Fue la Argentina. Por mucho tiempo hubo millones y millones de chinos, rusos, indios, africanos que nunca habían oído de gauchos y de tangos, de Evita o de Gardel o de Guevara pero habían visto a Maradona y sus pelotas –y era lo que sabían de ese país perdido. “Alguna vez terminaremos de aceptar”, escribí hace años, “que para dos o tres mil millones de personas la Argentina y los argentinos [,,,] no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez.
Miami, la ciudad capital
No es fácil llegar a Miami. Tantos quieren. Unos 22 millones de personas desembarcan en su aeropuerto cada año: 60.000 por día. La llegada es un ejercicio de humillación ligera: cientos o miles en esta cola lenta, los guardias que te gritan que avances, que te pares, que avances otra vez, que el celular está prohibido, que vuelvas a pararte.
Buenos Aires, la ciudad abrumada
Ya sé que son azares. Yo caminaba lento, casi preocupado, porque venía de la lavandería donde había dejado mi ropa el día anterior y donde, en lugar de la empleada colombiana, me encontré una policía que me dijo que el local estaba clausurado porque “anoche hubo un incidente”. Le pregunté qué había pasado y me contestó que no sabía, que no era un robo sino “algo entre los propietarios”.
La Habana, la ciudad detenida
Ella espera que su casa no se le caiga encima. Lo espera: de verdad lo espera pero teme. Ella no es una metáfora. Ella –llamémosla Ella, por si acaso– vive aquí desde 1976 cuando, a sus seis años, su madre se juntó con un señor que vivía aquí. Aquí, entonces, era una de las esquinas más presuntuosas de La Habana Vieja: un edificio monumental de fines del siglo XIX, cedro, vitrales, mármoles, la pompa de esos tiempos. Aquí, entonces, cada cuarto era el hogar de una familia, y había más de treinta: se habían mudado después de la revolución, cuando los dueños escaparon.
México, la ciudad desbocada
Intento entrar, no lo consigo. Es mediodía, el sol reluce, y en Tlatelolco, un corazón de México, cientos de personas salen en estampida por las puertas de vidrio de la torre. La torre es imponente, sus cien metros de alto: fue el ministerio de Relaciones Exteriores y ahora es un centro cultural de la Universidad Nacional; aquí, a veces, los centros culturales tienen ese porte. Trato de preguntar qué pasa pero nadie se para; les han pateado el hormiguero, corren.
Bogotá, la ciudad rescatada
En el cielo de Bogotá siempre hay alguna nube: sol y unas nubes, lluvia y todo nubes, tormenta y nubarrones, una luna y sus nubes, plateadas, grises, blancas, siempre alguna, nunca un cielo completamente despejado. Quizá eso explique todo —o casi todo.
Caracas, la ciudad herida
Avísame que llegas. Se dicen el uno al otro al despedirse —jueves, diez de la noche— cinco periodistas veinteañeros. Con la cena de arepas y cervezas me habían contado historias de sus asaltos y secuestros y amigos muertos y parientes huidos, así que les pregunto si se quedaron paranoicos por la conversación, pero me dicen que no, que aquí todos se despiden así.
Caracas, la ciudad herida (parte II)
Mientras peor está, más te provoca quedarte, porque te sientes responsable; sientes que lo que puedas hacer, por poco que sea, se hace más necesario todavía.
Cumpleaños argentino
Es uno de esos días que tantos recordamos: “¿Y dónde estabas cuando…”. Fue uno de los días más raros de una historia hecha de días muy raros. Había elecciones: tras ocho años sin ellas, tras bruta dictadura, tras miles y miles de asesinatos de Estado, tras tanta oscuridad, tanto deseo, había elecciones. Eran los primeros militares del sur que se tenían que ir, un cambio de rumbo que se antojaba histórico.
La república más democrática de China
Nunca es fácil caminar por una calle de Shanghái. Yo caminaba, aquella tarde —calor, olores, multitudes—, y un mendigo me pidió una limosna. Abrí los brazos en el clásico gesto de no tengo y él señaló mi mano derecha, donde llevaba el móvil; yo no le entendí. Recién esa noche mi amigo Z. me explicó que últimamente los mendigos chinos aceptan transferencias electrónicas; que para eso hay que escanear ese código QR pegado al cuenco que te tienden y mandarles el dinero a sus cuentas de Alibaba o WeChat, las nuevas diosas. Alibaba es más conocida en Occidente; WeChat asoma ahora.